La aventura de mi tarta de queso para la fiesta

Este sábado tenemos una fiesta en casa de unos amigos aquí en Vigo, y como me encanta meterme en la cocina y compartir, rápidamente me ofrecí voluntaria para llevar el postre. Tras barajar varias opciones, me decidí por un clásico que suele ser éxito asegurado y que, personalmente, disfruto muchísimo preparando (¡y comiendo!): una cremosa tarta de queso, un cheese cake casero hecho con todo el cariño. La misión estaba clara, ahora tocaba ponerse manos a la obra.

Lo primero fue elegir la receta. Tengo varias guardadas, pero me decanté por mi favorita de cheesecake estilo neoyorquino, horneado, denso y con ese toque justo de acidez. Con la receta seleccionada, hice la lista de la compra y me fui a uno de los supermercados de aquí, de Vigo, a por los ingredientes. La clave, por supuesto, es el queso crema: necesitaba varias tarrinas y de buena calidad, con toda su materia grasa, nada de versiones light para esta ocasión. Además, huevos frescos, azúcar, nata (o crème fraîche, según la receta), un toque de vainilla, limón para la ralladura, galletas tipo María para la base y mantequilla. Y, por supuesto, pensé en la cobertura: unos buenos frutos rojos frescos –fresas, arándanos, frambuesas– para darle color y un contrapunto ácido.

Ya en casa, empezó el ritual. Primero, la base: triturar las galletas hasta hacerlas polvo fino, mezclarlas con la mantequilla derretida y presionar bien la mezcla en el fondo de mi molde desmontable. Mientras la base enfriaba en la nevera, me puse con el relleno. Sacar el queso crema con antelación para que estuviera a temperatura ambiente es fundamental. Batirlo suavemente con el azúcar hasta que esté cremoso, añadir los huevos uno a uno sin batir en exceso para no incorporar demasiado aire, la nata, la vainilla, la ralladura de limón… Verter esa mezcla pálida y densa sobre la base de galleta siempre es un momento satisfactorio.

Luego vino la parte delicada: el horneado. Para evitar las temidas grietas, siempre utilizo la técnica del baño María, colocando el molde dentro de otra fuente más grande con agua caliente. El horno a temperatura media-baja y, sobre todo, mucha paciencia. El aroma que empieza a inundar la cocina mientras se hornea es una de las mejores partes. Y después, el enfriamiento, ¡casi tan importante como el horneado! Dejar que la tarta se enfríe muy lentamente, primero dentro del horno apagado con la puerta entreabierta, luego a temperatura ambiente, y finalmente, el reposo definitivo en la nevera durante toda la noche.

Esta mañana, el momento de la verdad: abrir la nevera y verla allí, lisa, perfecta (¡sin grietas!) y con una pinta estupenda. ¡Qué alivio y qué ilusión! Justo antes de salir para la fiesta, la decoraré con los frutos rojos frescos. Ahora solo queda el último paso: transportarla con sumo cuidado hasta casa de mis amigos en Vigo y esperar que todos disfruten de este pedacito dulce hecho en casa. ¡Cruzo los dedos!