El sol apenas despuntaba sobre la línea del horizonte cuando llegué a la costa, con el aroma salino de la Ría de Arousa impregnando el aire y una mezcla de nervios y emoción recorriéndome el cuerpo. Hoy sería el día en que, por primera vez, me sumergiría en un mundo nuevo, un universo acuático que prometía maravillas. Los bautismos de buceo en Vilagarcía de Arousa se han convertido en una puerta de entrada para quienes, como yo, anhelan explorar lo que yace bajo la superficie. Mi instructor, un hombre de mirada tranquila y manos expertas, me recibió con una sonrisa que disipó mis dudas iniciales. Me explicó cada detalle del equipo: el regulador, la máscara, las aletas, el chaleco que controlaría mi flotabilidad. Su paciencia y profesionalismo me hicieron sentir seguro, confiado en que esta experiencia sería no solo emocionante, sino también protegida.
Bajo el agua, todo cambió. La primera respiración a través del regulador fue extraña, casi contraintuitiva, pero pronto se convirtió en un ritmo natural, como si siempre hubiera pertenecido a este medio. La ingravidez me envolvió de inmediato: mi cuerpo flotaba, libre de la gravedad terrestre, moviéndose con una ligereza que nunca había experimentado. Era como volar, pero en un entorno donde el tiempo parecía detenerse. El silencio era profundo, casi sagrado, interrumpido solo por el sonido rítmico de mis propias burbujas ascendiendo hacia la superficie. Cada exhalación formaba un sendero plateado que danzaba hacia la luz, un recordatorio constante de mi conexión con el mundo de arriba, mientras me adentraba más en las profundidades de la ría.
La vida marina de la Ría de Arousa comenzó a revelarse ante mis ojos como un espectáculo vivo, un lienzo de colores y formas en constante movimiento. Bancos de peces plateados cruzaban mi campo de visión, sus escamas reflejando destellos de luz solar que se filtraba desde la superficie. Vi cangrejos escabulléndose entre las rocas, sus pinzas moviéndose con cautela, y anémonas que se mecían suavemente con las corrientes, como flores submarinas. Un pulpo, camuflado contra una roca, me observó con ojos curiosos antes de deslizarse con gracia hacia su escondite. La biodiversidad de este ecosistema era hipnótica, un recordatorio de la riqueza natural que albergan estas aguas gallegas. Mi instructor, siempre a mi lado, señalaba cada detalle con gestos precisos, guiándome para no perturbar este frágil equilibrio.
La sensación de seguridad era constante. Mi compañero de inmersión, con años de experiencia, vigilaba cada uno de mis movimientos, ajustando mi chaleco para mantener la profundidad ideal, corrigiendo mi postura para nadar con mayor eficiencia. Su presencia me permitía concentrarme en la maravilla del momento, en la textura del agua que acariciaba mi piel, en la danza de las algas que se mecían como un bosque sumergido. Nunca me sentí solo o desprotegido; era como tener un guardián silencioso que transformaba esta aventura en algo accesible, incluso para un principiante como yo. La Ría de Arousa, con sus aguas cristalinas y su fondo vivo, se convirtió en un escenario perfecto para este bautismo, un lugar donde la naturaleza y la guía humana se unían para crear un recuerdo imborrable.
A medida que exploraba, el tiempo parecía desvanecerse. La ingravidez me permitía moverme en todas direcciones, descubriendo recovecos donde la luz jugaba con las sombras, revelando nuevos detalles: conchas incrustadas en la arena, pequeños crustáceos que se escondían entre las grietas. Cada hallazgo era una sorpresa, una invitación a seguir mirando, a seguir maravillándome. La conexión con este mundo submarino era profunda, casi espiritual, como si el océano me susurrara sus secretos a través del silencio. Mi instructor me guiñó un ojo bajo el agua, un gesto que me llenó de confianza, recordándome que esta primera inmersión era solo el comienzo de muchas aventuras por venir.
El regreso a la superficie fue gradual, casi a regañadientes. Ajustamos la flotabilidad, ascendiendo con cuidado para aclimatarnos, y cuando mi cabeza rompió la superficie, el aire fresco llenó mis pulmones con una sensación renovada. Miré la costa de la Ría de Arousa, sus colinas verdes recortadas contra el cielo, y sentí que había cruzado una frontera invisible. La experiencia de respirar bajo el agua, de flotar en un mundo de silencio y vida, había dejado una huella imborrable en mí. Con la guía de mi instructor, este viaje se había transformado en una memoria mágica, un primer capítulo que me llamaba a seguir explorando las maravillas del océano.